Por Luis Armando Gómez
En nuestro país, las dos coyunturas electorales (la 2018 y la de 2019) avivarán el interés no sólo de quienes realizan encuestas de opinión pública, sino también de quienes están ansiosos de conocer lo que esos sondeos arrojarán acerca de las preferencias y la intención de voto de los ciudadanos. Como ya es usual, esos resultados (y sobre todo las interpretaciones mediáticas de los mismos) se convertirán en parte de la campaña, lo deseen o no los auspiciadores de los sondeos.
Así las cosas, no está demás apuntar algunos aspectos que, críticamente, deberían ser tomados en cuenta a la hora de valorar y hacerse cargo de los resultados que se obtengan de las distintas encuestas a lo largo de ambas coyunturas políticas. Quiero destacar, especialmente, la importancia que tienen las preguntas en ese tipo de investigaciones, pues en éstas se juega, en buena parte, lo que se puede (y se quiere) obtener de los ciudadanos entrevistados.
Ilustraré este asunto con un ejemplo tomado de mi experiencia reciente, cuando fui consultado –este domingo 21 de enero— por un entrevistador de LPG Datos. Y es que fue esa experiencia la que dio nombre a estas líneas: “Encuestas de opinión: hecha la pregunta, hecha la trampa”, con lo cual hago referencia a algo que se dice de la legislación: “hecha la ley, hecha la trampa”, pero que aplica a las encuestas de percepción ciudadana: en las preguntas (y las opciones de respuesta que la misma supone o explicita) se encuentra buena parte de su fortaleza o debilidad.
Antes, sin embargo, no puedo dejar de anotar que en las ciencias sociales las encuestas de percepción son un instrumento de investigación que ayuda a explorar el complejo mundo de la subjetividad humana, a sabiendas de que cuando una persona manifiesta una opinión nos habla de sus vivencias, emociones y conocimiento y no directamente de la realidad que le rodea.
Ningún investigador serio piensa que las personas entrevistadas describen esa realidad con exactitud y que, en consecuencia, ofrecen un criterio sólido para conocer sus dinámicas económicas, sociales, culturales o políticas. Cualquier investigador serio sabe que entre las percepciones ciudadanas y lo que sucede realmente hay un desfase –una distorsión— que será más drástica cuanto más sometida esté la gente la desinformación y la manipulación (por ejemplo, religiosa, ideológica o mediática), y cuanto menor sea su capacidad para analizar críticamente la realidad.
Asimismo, quienes diseñan e implementan las encuestas de opinión (o de percepción) no quieren que las personas hablen (u opinen) de cualquier cosa, sino que lo hagan sobre temas específicos, que son lo que interesan a aquéllos. Es aquí donde cobran relevancia las preguntas, como un arma de doble filo: ayudan a conseguir lo que se desea, pero a costa de “dirigir” las respuestas del entrevistado hacia un marco de referencia fijado por las preguntas y las opciones de respuesta plasmadas en la boleta de encuesta.
Los científicos sociales que hacen encuestas de opinión, sabedores de la importancia de las preguntas (y de sus potencialidades y debilidades), cuidan los mínimos detalles de su contenido y formulación, pero también –aunque esto puede estar fuera de su control al cien por cien— de los sesgos que puedan acompañar el proceso de recolección de información por parte de los encuestadores.
Por lo demás, aunque se cumplieran a cabalidad con estos requisitos, lo resultados de un sondeo de opinión siempre deben manejarse con cautela, pues no sólo se trata de percepciones --que podrán ser más o menos estables, según la cultura política y los cambios en el entorno--, sino porque se trata datos obtenidos de muestras, desde la cuales siempre resulta arriesgado extrapolar a universos poblacionales más amplios. El investigador precavido siempre dice “el tanto por ciento de la muestra opina tal cosa o tal otra”, haciendo énfasis en que sus datos se refieren a esa muestra, y no a otra cosa. Si quiere ser un poco atrevido, dirá: “muy probablemente (o es presumible) que la respuesta tal o cual, en un porcentaje parecido a lo que indica la muestra, aplique al universo del cual ésta fue extraída”.
Volviendo al asunto de la importancia (y lo delicado) de las preguntas en una encuesta de opinión, por lo general se presta atención a lo bien o mal formulada que está la pregunta y a su contenido, pues la calidad (buena o mala) de la respuesta depende fuertemente de ello.
No se suele prestar suficiente atención a la forma de recepción de esa pregunta en sus destinatarios. Se deja de lado que la respuesta que no sólo depende del contenido de la pregunta y de la formulación que hace de la misma el entrevistador, sino también de la interpretación que hace de ella la persona entrevistada. Claro está que preguntas mal formuladas y/o con un contenido vago o confuso, permiten que, por un lado, quien responde lo haga a partir de lo que está más presente en su mente y, por otro, que quien entrevista pueda guiar al entrevistado hacia una respuesta que luego puede ser usada según la conveniencia de quienes auspician la investigación.
Este es el momento para ilustrar, con un ejemplo reciente, esta forma de preguntar vaga y confusa, y orientada a llevar al entrevistado en una cierta dirección. En efecto, el domingo 21 de diciembre fui entrevistado por un encuestador de LP Datos1. Y hay una pregunta que no ha dejado de darme vueltas, desde que me fue formulada. La pregunta, por lo que recuerdo, es la siguiente: “¿ha escuchado usted de municipios (o lugares) fuera de San Salvador con problemas de violencia criminal?” La pregunta vino después de otras sobre la seguridad en mi colonia y en el centro capitalino.
Mi respuesta a la mencionada pregunta fue que no había escuchado de municipios o lugares fuera de San Salvador con problemas de violencia. Obviamente, mentí, ya que sí he escuchado de otros lugares fuera de San Salvador con problemas de violencia, y también de lugares sin problemas de violencia o en los cuales la violencia ha disminuido, pero esto último no estaba en las preguntas que me hicieron: aquí ya hay, en esa encuesta, una orientación de las respuestas hacia una aceptación de un problema de violencia en El Salvador2.
No respondí lo que se esperaba que yo respondiera –¿quién no ha escuchado hablar de lugares con violencia fuera de San Salvador?— porque me pareció, ante todo, una pregunta extremadamente tramposa y, en segundo lugar, porque me detuve a pensar en el momento en todo lo que se puede hacer al “interpretar” los resultados en torno a ella, cuando es presumible que la gran mayoría de los consultados responderá afirmativamente e incluso mencionará esos lugares violentos de los cuales ha escuchado hablar.
Acabo de decir que se trata de una pregunta tramposa, pese a su aparente de inocencia. Veamos por qué. ¿Qué quiere decir “escuchar de lugares violentos”? No es haber padecido un hecho violento directamente. Tampoco que lo haya padecido un familiar o amigo cercano. Ni mucho menos que uno se haya informado de problemas de violencia en tal o cual lugar.
“Escuchar” de algo abarca un abanico de posibilidades que van desde lo que se dice en los medios, una plática casual con un conocido, una conversación en bus o un microbús o ser presa de rumores que se alimentan del “se dice”, sin que se tenga a nadie en concreto como origen del rumor.
Ahora bien, cuando se hace una pregunta de esa naturaleza en El Salvador actual ya se sabe lo que la mayor parte de la gente va a responder. Por supuesto que una respuesta afirmativa no tiene ninguna calidad ni añade ningún conocimiento nuevo sobre lo que opina la gente.
Si es así, ¿por qué hacer una pregunta como esa? Quizás con el fin de manipular la respuesta, lo cual en nuestro país sucede a menudo. Por ejemplo, si una mayoría responde que ha “escuchado” hablar de violencia fuera de San Salvador, se puede hacer una doble manipulación: primero, concluir que hay municipios violentos fuera de San Salvador; y, segundo, que la población3 siente que la violencia no ha disminuido.
Si esto sucediera, se estaría violando flagrantemente el sentido y utilidad de las encuestas como aproximación a lo que la gente percibe y siente. Y ello porque ninguna de esas conclusiones se desprende de que la gente haya “escuchado” hablar de violencia en determinados lugares. Es como si concluyéramos que existen los unicornios (o los ángeles, o los demonios) porque mucha gente ha escuchado hablar de ellos. Lo que sí se puede concluir es que es buena parte de la población (la mayoría tal vez) está expuesta a las opiniones y decires de charlatanes y personas mal intencionadas que la manipulan y bombardean mediáticamente con visiones distorsionadas de la realidad.