Por Luis Armando González
El año 2018 recién comienza y es evidente que lo político electoral tendrá un peso decisivo en las distintas dinámicas de El Salvador. En primer lugar, se tiene el proceso electoral de marzo, a partir del cual resultará (cabe esperar) una nueva correlación legislativa, lo mismo que una nueva configuración del poder local, especialmente en aquellos municipios en los cuales es altamente probable el relevo de partidos y administraciones municipales.
En segundo lugar, una vez superada la etapa electoral de marzo de 2018, se entrará de lleno (hay quienes lo están haciendo ya) en el proceso que culminará en las elecciones presidenciales de 2019. Se trata de tres elecciones (legislativa, municipal y presidencial) de naturaleza distinta, con implicaciones específicas en la vida nacional y, por ello, con su propia importancia. Es decir, en cada una de ellas se juegan posibilidades de intervenir, desde la esfera política, en la configuración de la realidad nacional.
Esas posibilidades de intervención política (desde la Asamblea Legislativa, los gobiernos municipales o el Ejecutivo) deberían conducir al bienestar de la sociedad. Y es que desde la política se deben intentar intervenciones orientadas hacia el bien común, y no hacia el bienestar de los grupos de poder económico. ¿De qué depende que se siga el camino del bienestar de la sociedad (o se siga el camino contrario)? Fuertemente, de: a) los proyectos ideológico políticos que orientan los respectivos ejercicios de gobierno; b) la capacidad y responsabilidad de los funcionarios públicos electos; c) la calidad de la legislación; y d) las políticas públicas, programas, acciones y recursos que se preparen y destinen a la atención y solución de los problemas fundamentales de la sociedad.
Así las cosas, es mucho lo que está en juego en las elecciones de 2018 y 2019. En lo inmediato, es necesario dar a las elecciones legislativas y municipales su debido lugar en lo que tienen posibilidades de intervención política en la configuración, para bien o para mal, de la realidad nacional. La actual correlación legislativa pone de manifiesto cómo se pueden entorpecer proyectos que inciden en vida de la gente (por ejemplo, la no aprobación del Presupuesto 2018) o cómo se pudo tolerar el encumbramiento de los cuatro magistrados de la Sala de lo Constititucional que han alterado, entre otras cosas, las reglas del juego político y de la hacienda pública (con la complacencia explícita de la fracción legislativa de ARENA, y con la complacencia tácita del resto de diputados del bloque de derecha).
Una cosa es clara: desde la Asamblea Legislativa se incide en la realidad nacional. La pregunta que hay que hacerse es sobre las consecuencias sociales (beneficiosas o no, para la mayor parte de la población) de esa incidencia. Enseguida, hay que preguntarse por lo que determina esas consecuencias. Y la respuesta a esta pregunta tiene cuatro aristas: a) la correlación de fuerzas existente en su seno; b) los proyectos ideológicos-partidarios de las fracciones legislativas; c) los intereses grupales o sociales que los partidos representan; y d) la capacidad y compromiso de los diputados.
En otras palabras, una gestión legislativa con implicaciones negativas sobre la sociedad sólo cambiará si cambia, en primer lugar, la correlación de fuerzas en su seno; en segundo lugar, si ese cambio supone el predominio de un proyecto ideológico-partidario en el cual se busque el bien de la mayoría; en tercer lugar, si este proyecto ideológico partidario expresa (o mejor aún, se articula con los) intereses de sectores sociales amplios; y por último, si hay diputados capaces y comprometidos con el bien común.
Que nadie pida nada nuevo, a partir de marzo de 2018, si la Asamblea Legislativa queda conformada con una correlación de fuerzas con el peso que ARENA y el resto de partidos de derecha (o centro derecha) tienen en la actualidad. En el mejor de los casos, será más de lo mismo. En el peor (con una mayor cuota de diputados por ARENA, por ejemplo) la Asamblea se convertirá en un espacio de sabotaje sin límite a los programas sociales del gobierno, la puerta de entrada a una camada de magistrados de la Corte Suprema de Justicia del mismo estilo que los salientes y la promulgación de una legislación favorable a los ricos más ricos (que, por su lado, le apostarán a la conquista de la presidencia, en 2019, por uno de los suyos).
De lo anterior se sigue que las elecciones legislativas no deben tomarse a la ligera, pues el poder legislativo es clave para el rumbo que tomará el país. En un ámbito distinto, cabe decir lo mismo del poder municipal, a partir del cual se abre la posibilidad de responder a problemáticas locales de envergadura, siempre y cuando la vocación de los gobiernos municipales sea de servicio al bien común.
Ahora es más claro que nunca que existe una gama de problemas enclada en el territorio que sólo puede atenderse adecuadamente desde las alcaldías. Esto supone el diseño e implementación de estrategias de desarrollo local que, además de un manejo responsable y eficaz de los recursos municipales, exigen capacidad de gestión territorial, articulación del gobierno municipal con el gobierno central, gestión de la cooperación internacional y lineas de acción territorial compartidas por municipios vecinos.
Hay administraciones municipales que han avanzado extraordinariamente en esos y otros rubros. Muchas otras, también, están lejos de responder a las necesidades de sus comunidades. Ahí donde unas y otras administraciones van a reelección, se tienen elementos de juicio para valorar si lo que conviene es el relevo o la continuidad. A nivel municipal tampoco deja de ser importante la vinculación partidaria de los candidatos, especialmente ahí donde la actual administración municipal no irá a reelección. Con todo, el conocimiento personal es (debe ser) la principal fuente de información a la hora de elegir a las autoridades locales. Alcaldes y consejos municipales lejanos y ajenos a la cotidianidad de los ciudadanos no auguran nada positivo para estos últimos.
En fin, en marzo de este año vivivermos dos procesos electorales de naturaleza distinta y cada uno de ellos con implicaciones propias en la realidad nacional. En 2019, se dará otro proceso, cuya importancia y especifidad deberán ser abordadas en su momento. Asimismo, en lo que concierne a las elecciones legislativas –dadas las repercusiones nacionales de lo que se decide en la Asamblea Legislativa— es conveniente poner un alto a la inercia que nos llevaría a una correlación legislativa semejante a la actual, a partir de la cual se constituiría un bloque de derecha que dominaría esa correlación. Es probable que esta inercia termine por imponerse y que lo que resulte después de las elecciones de marzo sea algo parecido a lo vigente actualmente en la Asamblea Legislativa. Pero esa inercia puede ser revertida, lo cual aunque difícil no es imposible. Para ello se requiere de una voluntad política ciudadana que, a lo mejor, sale a relucir este 4 de marzo.